Carlos Menem debía morirse en el poder y así lo hizo. Sus días finales en la Cámara Alta distan un abismo de lo que fueron sus años de gloria. Basta con mirar las instantáneas de las dos épocas para advertir que, más que disfrutar de su banca senatorial, Menem la ocupaba como alguien destinado a consumirse allí. Fue, quizá, una forma de condena. Si el ex jefe de Estado perdía sus atributos e inmunidades, al día siguiente le esperaba enfrentar a la Justicia como un ciudadano común. Y cualquier mortal sabe que el sistema judicial despedaza a los políticos venidos a menos. Al final y al cabo, Menem había inventado ese esquema institucional perverso.
La manipulación y desvirtuación de los esquemas de control permanece hasta el presente. La “década menemista” fue denostada y desconocida por dirigentes que disfrutaron de sus mieles, y tal vez estos desmantelaron las privatizaciones y el discurso liberal, pero nunca pudieron revertir los cimientos de una degradación de la cosa pública que, por su continuidad y profundización, pareciera incurable. Los 90 produjeron un modelo de Justicia funcional a los gobernantes que sigue vigente y, lamentablemente, se ha popularizado. El esquema de los concursos públicos instalados a partir de la reforma constitucional de 1994 sólo atemperó la discrecionalidad absoluta. En la designación de un juez hoy sigue pesando de manera decisiva su sintonía con el poder político, no el perfil de independencia. Y posiblemente esté naturalizado que cada Gobierno posea su propia Corte y se sirva de una mayoría automática a la usanza de la que lideraba Julio Nazareno.
Menem armó la estructura judicial conocida como Comodoro Py, que es una especie de ejemplo de todo lo que desprestigia y desacredita a los Tribunales. Los jueces de la servilleta atribuida al ex ministro Carlos Corach prestaron servicios a quien los designó y, luego, se encargaron de proteger a sus sucesores. Esta dinámica distorsiva de la función de la magistratura degeneró en un sótano de la democracia habitado por espías y servicios de inteligencia prestos a dar “el carpetazo”. Se aceptó que un juez federal se conduzca como lo hicieron Norberto Oyarbide, Claudio Bonadío o Rodolfo Canicoba Corral. Y que servir en la Justicia equivalga a ostentaciones de riqueza y de poder, y a estar por encima de la ética y de la propia ley.
El menemismo se condujo como si fuese inmune al Código Penal. Los manejos irregulares de fondos públicos mancharon a la administración de una forma nunca vista en la Argentina. El descubrimiento de las anomalías resultó, con el diario del lunes, un estímulo infalible para el aleteo del periodismo de investigación. En la imagen de un Gobierno sin límites para la acumulación de fortunas contribuyeron desde el jefe de Estado hasta Víctor Alderete, ex presidente del PAMI. Las acusaciones alcanzaron a varios ex ministros, desde Corach y Oscar Camilión hasta Erman Gonzalez y José Luis Manzano, a quien se atribuye la célebre frase “robo para la corona”.
La política de privatizaciones de los servicios públicos concebida por el administrativista Roberto Dromi fue una fuente constante de sospechas. Los reparos alcanzaron a un número significativo de miembros del gabinete, pero sólo prosperaron en el caso de María Julia Alsogaray, otro ícono de esa era. Los crecimientos patrimoniales astronómicos llevaron a la cárcel a la ex ministra fallecida. La mala suerte judicial convirtió a Alsogaray en una especie de modelo de chivo expiatorio.
El “Yomagate”; la leche adulterada de Carlos Spadone; la Aduana; la presa hidroeléctrica Yacyretá; la licitación de IBM organizada por el Banco Nación, y la venta de armas a Ecuador, Croacia y Bosnia forman parte de un inventario de escándalos que también se proyectó sobre los Tribunales encargados de esclarecerlos. Menem fue condenado, pero sus fueros y los cajoneos procesales le permitieron permanecer en libertad y mantener una suerte de representación vitalicia de la provincia de La Rioja en el Senado. En 2017, la Corte de la Nación incluso lo habilitó a ser candidato con el argumento de que la sentencia en el caso de la venta de armas aún tenía que ser revisada. La sustanciación de esta causa había comenzado en 1995.
El ex mandatario también recibió una condena en otra causa de sobresueldos abierta en 2004, luego de que Alsogaray declarara que era una práctica habitual cobrar sobresueldos de fondos reservados provenientes de la Secretaría de Inteligencia. La investigación de los hechos acaecidos en 1995 abarcó, entre otros funcionarios, a los ex ministros Domingo Cavallo, Raúl Granillo Ocampo, Camilión y a la propia Alsogaray. Hubo sentencias condenatorias para Menem, Cavallo y Granillo Ocampo, que luego confirmó Casación. El caso subió a la Corte en 2018 y allí se paró.
El miércoles y por el deceso ocurrido ayer, el máximo tribunal del país tendrá que declarar extinguida la acción penal respecto del acusado con mayor responsabilidad política. Por más que arrecien las denuncias y algunas de ellas hayan sido comprobadas a lo largo de trámites exasperantes, nunca un titular del Poder Ejecutivo de la Nación ha cumplido una pena. Esa es la Justicia de Menem.
Los manejos institucionales espurios no sólo contaminaron la sustanciación de los procesos referidos a enriquecimientos ilícitos o sobornos. Aquella mala praxis tiene en la causa del atentado contra la AMIA a una de sus mayores e insuperables víctimas. Una oscuridad densa rodea y abraza al Gobierno de Menem. En ese cono flotan hechos como las explosiones de Río Tercero (Córdoba) y el homicidio de José Luis Cabezas. La relación problemática del ex presidente con la verdad hasta puso en tela de juicio al accidente fatal de su propio hijo, Carlos Menem Junior.
Con los indultos a los involucrados en la violencia y la interrupción democrática de los 70, Menem terminó de destrozar un programa único de revisión de delitos de lesa humanidad y contribuyó a dividir a los argentinos. En el afán de perpetuarse y Pacto de Olivos de por medio, instauró las reelecciones y fue un promotor decidido del axioma de que sin dinero no es posible llegar a gobernar. De esa fe provienen la identificación de la corrupción con la política y el descrédito de una actividad indispensable para la construcción del bien común. Una palabra resume esta trayectoria de poder hasta la muerte: impunidad.